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El refranero popular lo conoce como “el malo conocido”.  Los más modernos, en cambio, prefieren llamarlo “zona de confort”. Lo bauticemos de un modo u otro, lo que es seguro es que ese lugar cada vez tiene peor fama. Da la sensación de que todo el mundo quiere huir de ahí.

Sin embargo, nos puede la nostalgia y acabamos viendo encanto con las gafas del miedo. Y es normal. Ese pequeño invernadero que te has currado durante años (o se han currado por ti) con las condiciones idóneas para que todo sea confortable, previsible y seguro, ¿y ahora dejarlo? ¿Por qué? ¿No está tan mal, no?

La semana pasada leí una entrevista al cantautor Carlos Goñi en la que, seguramente sin quererlo, definió a la perfección este lugar que todos habitamos o hemos habitado alguna vez: “Cuando bajas las expectativas vitales, aprendes a vivir en ese mar pseudotriste y acabas sintiendo hasta que el agua está calentita”.

Y no es que ese lugar sea el enemigo y haya que darle la patada cuanto antes. Antes de eso, no estaría de más agradecerle los servicios prestados. Porque aunque cueste creerlo, ese maloliente aunque apreciado lugar, ha cumplido una función muy clara: ha procurado protegernos de emociones dolorosas como el desamparo, la vergüenza y la inseguridad, entre otros.

El conflicto surge cuando te das cuenta que lo que deseas está justo al otro lado de la valla que separa tu invernadero de la realidad. Y es entonces cuando llega la crisis y la confusión. Pero eso, también es normal: a veces, lo mismo que nos ilusiona también nos aterra.

Reconocer esta realidad es un proceso duro y arduo, para qué engañarnos.  Pero cuando nos damos cuenta de que vivir es más que sentir alivio por no estar muerto, estamos dispuestos a darlo todo.

Es una constante. La vida es cambio. Nosotros somos cambio.

Así, como sentencia Benedetti en su famoso poema, te animo a:

“Abrir las puertas, quitar los cerrojos, abandonar las murallas que te protegieron, vivir la vida y aceptar el reto… porque esta es la hora y el mejor momento”.